Por Damián Javier Lazota (*)
En el juego de la democracia, cuando la convivencia
pacífica de diversos pensamientos políticos se suman al consenso social
necesario entre distintos actores -más allá de las tensiones políticas lógicas
en el ejercicio del poder y de quienes se lo disputan-, las instituciones gozan
de buena salud. En tanto, la política define los límites en que se mueve la
sociedad, y ésta, a través del voto, determina quiénes serán las personas
encargadas de crear sus normas y hacerlas cumplir.
Desde luego, la teoría no siempre se refleja de manera
puntillosa en la práctica. Pero entre lo ideal y lo real, es bueno buscar el
justo equilibrio que nos permita avanzar hacia una sociedad de iguales,
solidaria, cooperativa.
Pero qué pasa cuando las reglas del juego son dictadas
por un puñado de personas que sólo representan sus intereses, y no los del
conjunto de la comunidad. Así nació nuestra república. Ésta fue creciendo,
desarrollando y complejizando.
La industrialización dio nacimiento al obrero, y la
organización de estos le puso freno al monopolio de las élites gobernantes que
hasta entonces gobernaban a su imagen y semejanza.
A finales del Siglo XIX y comienzos del XX, con el
surgimiento de los partidos políticos modernos, movimientos y organizaciones
sociales con fuertes proclamas de justicia social y derechos laborales, el
empoderamiento de la clase obrera de la mano de anarquistas y socialistas, y
los gobiernos radicales que rompen con la tradición conservadora -a partir de
la aprobación de la Ley Sáenz Peña, que da lugar al voto secreto, obligatorio y
universal, para hombres mayores de 18 años de edad-, comienza a tomar forma la
democracia.
La identidad nacional fue una construcción sin fisuras,
hasta que “la amenaza roja” logró atemorizar a “los dueños del país”, quienes
se re-organizaron en alianza con las fuerzas armadas, dando inicio a la
alternancia entre regímenes democráticos y golpes de Estado, concluyendo con el
más sangriento, iniciado el del 24 de marzo de 1976.
Nuestro país no es el mismo que hace cien o doscientos
años. Sin embargo, hay raíces culturales, en la mayoría de los casos impuestas
por la clase dominante de su época, que lograron perdurar en el tiempo. La
invisibilización de las masacres, explotación y humillación a los pueblos
originarios y la ocupación de sus territorios, es uno de esos dolorosos
ejemplos. Más allá de la reforma de la Constitución Nacional de 1994, recién en
este nuevo siglo se ven importantes signos de reivindicaciones y restituciones,
todavía insuficientes para con la memoria histórica y material de las
comunidades originarias.
A pesar de todo, para lo que hace bien a la comunidad -y
lo contrario-, la política siempre fue, es y será el motor de transformación
social por excelencia. Un pueblo empoderado política y culturalmente, es el
combustible esencial para alimentar ese motor. Una muestra de ello son los
derechos conquistados, cualitativa y cuantitativamente en la primera mitad del
siglo pasado, muchos de ellos vigentes hoy en día.
Y si bien el entramado político y social actual se
muestra mucho más complejo y difuso que el descrito anteriormente de manera
fugaz, lo que hace más difícil desentrañar hacia dónde se mueve el mundo, la
realidad muestra una creciente y escandalosa asimetría entre los que menos y
más tienen, y una fragmentación social que ya no distingue clases.
Por su parte, la globalización, la hegemonía cultural que
legitima las desigualdades, la inmediatez y masividad de la comunicación hiper
tecnologizada al servicio de las élites globales, sumado a la gran voracidad de
las corporaciones por los bienes comunes de la naturaleza disputados en países
en desarrollo, muestran un futuro incierto.
La invasión del gobierno ruso a Ucrania, indudablemente
está relacionado con este último análisis. La pelea es por quién controla los
bienes comunes de la tierra, no por si hay nazis, o si se ven vulnerados los
derechos humanos de la población ucraniana. En este sentido, vale destacar el
lamentable papel de los conglomerados mediáticos internacionales, que a
diferencia de otras invasiones perpetradas por los países que conforman la OTAN
a Oriente Medio, sus sesgos racistas no hicieron más que confirmar una división
lamentable entre las víctimas europeas y las asiáticas.
En síntesis, no hay guerras buenas o malas. En todas hay
víctimas. Vidas perdidas por la prepotencia y avaricia.
Pero volviendo al tema central de este artículo, ¿para
qué sirve la política? En la década de 1990, la banalización de ésta fue un
hecho real que, junto a la corrupción, y el sensacionalismo mediático,
contribuyeron a la desacreditación de esta fenomenal herramienta.
Sabemos que la política puede transformar la vida de los
pueblos. La lista es larga de enumerar, nuestra memoria histórica así lo
refleja.
Y como todo es política, involucrarnos en los hechos
cotidianos de nuestro barrio, interesarnos y preocuparnos por las políticas
públicas del lugar en que vivimos, para luego ocuparnos, puede hacer la
diferencia entre la apatía, y la construcción de un mundo vivible, en el que
quepamos con nuestras diferencias, contradicciones, y lo que tenemos por dar. Es
cuestión de caminar, caernos, levantarnos y seguir caminando, para reconstruir
la huella de quienes marcaron el camino de la justicia social.
(*) Presidente del Partido Socialista de Río Negro.
16 noviembre 2024
Opinion