La televisión le hace una nota a alguien que había ido a
uno de los lugares a despedir a Maradona y el hombre sin parar de llorar en
ningún momento dice: “le dio alegría a mi infancia y eso no me lo olvido nunca más”.
A los cuarentones nos pasa algo parecido. En mi barrio,
en mi infancia, hubo un maradonismo pleno, colmado por el Mundial 86 y las
ilusiones de lo que queríamos ser. Se mezclaba con lo que nos divertía.
Todas las tardes, después del horario de la escuela nos
juntábamos a jugar a la pelota, en una canchita improvisada, con dos cascotes
que hacían de arco. Entre el 86 y el 90 los partidos que duraban hasta que
anochecía eran sistemáticos y muchas veces cuando nos dividíamos elegíamos ser
un equipo de fútbol. Si era época de Mundial había que elegir una selección
y si te tocaba ser Argentina había que
elegir a un jugador. Los que no éramos rápidos ni habilidosos, nunca tuvimos
la ligereza de elegir ser Maradona. Eso era solo para los que jugaban bien y
está bien que haya sido así. Entonces después del famoso “pan y queso” alguien
gritaba “Argentina” y al otro equipo no le quedaba otra que ser Bélgica, Italia,
Brasil… menos Inglaterra, cualquiera, por supuesto.
Otra particularidad era que mientras jugábamos el partido
nos relatábamos a nosotros mismos y era muy meritorio ver a un Maradona
moquillento, de remera rota y zapatillas muy gastadas relatarse su propia
jugada. Incluso había algunos de mis amigos de entonces que hasta ensayaba las
caídas del Diego cuando lo fauleaban. Es decir, se dejaba caer con las dos
manos abiertas a la altura de la cabeza y con la panza bien adelante, como caía
Maradona.
La infancia se nos fue, ya no tenemos los juguetes de
entonces, no nos queda ni la cancha (hoy convertida en supermercado), pero sí
conservamos lo mejor: los partidos que jugamos con Maradona en la canchita del
barrio con los pibes.
Gracias Diego, la pelota no se mancha y el amor no se termina.
28 marzo 2024
Viedma