Maradona jugó con nosotros

Por Eduardo Varela

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La televisión le hace una nota a alguien que había ido a uno de los lugares a despedir a Maradona y el hombre sin parar de llorar en ningún momento dice: “le dio alegría a mi infancia y eso no me lo olvido nunca más”.

A los cuarentones nos pasa algo parecido. En mi barrio, en mi infancia, hubo un maradonismo pleno, colmado por el Mundial 86 y las ilusiones de lo que queríamos ser. Se mezclaba con lo que nos divertía.

Todas las tardes, después del horario de la escuela nos juntábamos a jugar a la pelota, en una canchita improvisada, con dos cascotes que hacían de arco. Entre el 86 y el 90 los partidos que duraban hasta que anochecía eran sistemáticos y muchas veces cuando nos dividíamos elegíamos ser un equipo de fútbol. Si era época de Mundial había que elegir una selección y  si te tocaba ser Argentina había que elegir a un jugador. Los que no éramos rápidos ni habilidosos, nunca tuvimos la ligereza de elegir ser Maradona. Eso era solo para los que jugaban bien y está bien que haya sido así. Entonces después del famoso “pan y queso” alguien gritaba “Argentina” y al otro equipo no le quedaba otra que ser Bélgica, Italia, Brasil… menos Inglaterra, cualquiera, por supuesto.

Otra particularidad era que mientras jugábamos el partido nos relatábamos a nosotros mismos y era muy meritorio ver a un Maradona moquillento, de remera rota y zapatillas muy gastadas relatarse su propia jugada. Incluso había algunos de mis amigos de entonces que hasta ensayaba las caídas del Diego cuando lo fauleaban. Es decir, se dejaba caer con las dos manos abiertas a la altura de la cabeza y con la panza bien adelante, como caía Maradona.

La infancia se nos fue, ya no tenemos los juguetes de entonces, no nos queda ni la cancha (hoy convertida en supermercado), pero sí conservamos lo mejor: los partidos que jugamos con Maradona en la canchita del barrio con los pibes.

Gracias Diego, la pelota no se mancha y el amor no se termina.

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