Por Pedro Pesatti*
Hubo un tiempo en que el poder
tenía cara, y una cara que deseaba ser venerada y conocida. Un hombre de
uniforme y sable, un dedo coronado por un anillo, un trono rodeado de
cortesanos y estandartes. Un rey alzaba su cetro, un presidente su voz, un
dictador su puño. Reinaban con leyes y soldados, con discursos y decretos, con
la imagen acuñada en monedas y la voluntad impuesta en papel y sangre.
Thomas Hobbes, en 1651, llamó a este dominio Leviatán: el monstruo necesario, forjado para evitar la guerra de todos contra todos. Del hombre, lobo del hombre. Cedimos nuestra libertad a cambio de orden. Aceptamos la jerarquía para escapar del caos. Así vivimos durante siglos, arrodillados ante una figura concreta, visible, tangible.
Pero el Leviatán entró en
metamorfosis. No rugió como el monstruo bíblico para anunciar su nueva
presencia. En silencio, deshizo su vieja forma. Ya no manda: persuade. Ya no
encarcela: disuelve. No persigue: vuelve irrelevante. El poder ha dejado atrás
la teatralidad del mando y adoptado la eficacia del flujo digital. Su trono no
es de mármol ni de oro, sino de silicio y códigos herméticos. Dispone de
servidores capaces de reescribir la realidad a su antojo. No necesita ejércitos
de terracota ni de carne y hueso.
El cetro ha sido reemplazado por un algoritmo. No impone: selecciona. No censura: diluye. No dicta qué pensar, sino cómo pensar. Es capaz de darle forma a tu mente y de manipularla como arcilla. Su eficacia es absoluta porque no ordena: enmarca. Nos creemos autónomos porque la ilusión de elegir es real, pero es una elección administrada, prefigurada, ajustada a un menú dispuesto por quienes diseñan las interfaces de la vida.
El viejo poder suprimía. El nuevo
dispersa. Antes exiliaban a los disidentes; hoy los condenan al ruido sin eco,
a audiencias vacías, inoculadas de odio y de ira. Antes se prohibían los
discursos; ahora se diluyen en un océano de irrelevancia. Antes te encerraban;
hoy te eliminan del índice de búsqueda.
Mientras la política sigue creyendo que legisla el orden que nos rige, el código ejecuta su voluntad las veinticuatro horas del día. No duerme. Un parlamento discute durante horas; una actualización se implementa a cada segundo. Para cuando los legisladores entienden lo que hay que regular, el problema ya ha cambiado de forma. Se ha vuelto más elusivo, más ubicuo, otro.
El nuevo Leviatán no necesita
represión porque nos ha dado entretenimiento. No requiere espiar porque le
entregamos nuestra intimidad con gusto, firmando contratos que no leemos. Nos
deja existir, pero dentro de los límites de su arquitectura. Nos deja hablar,
pero decide ante quiénes.
Queremos música: nos la prestan.
Queremos respuestas: nos las
venden.
Queremos inteligencia: nos la
administran, encapsulada en un código que no podemos leer ni cuestionar.
Ya no somos ciudadanos. Somos
usuarios. O, con más precisión, usados.
¿Hay salida? ¿Fue la democracia
sólo una pausa, un paréntesis en la historia de la humanidad?
Tal vez quede una grieta por donde
escapar. Redes y códigos abiertos, datos accesibles, inteligencia artificial
libre, gestionada por muchos y no por una casta de cinco supermillonarios que,
sin exagerar, se han convertido en los primeros dueños de la infraestructura
del pensamiento humano. Un ciberespacio donde la información sea un derecho, no
una concesión.
Pero el Leviatán del silicio no soltará su poder con facilidad. No necesita fronteras: las diseña. No requiere batallas: simplemente nos actualiza.
El viejo rey ha muerto. Su sucesor
no se sienta en un trono: se esparce en todas partes. No tiene rostro, pero te
observa en cada pantalla. No tiene cuerpo, pero late en cada red neuronal
artificial.
Y lo más inquietante: es nuestra
propia criatura. Ha sido modelado a imagen y semejanza de lo que fuimos, de lo
que somos.
Pero, sobre todo, de lo que decidamos ser a partir de ahora.
17 febrero 2025
Opinion