* Pedro Pesatti
A los 76 años, edad que el
paradigma contemporáneo asocia con el repliegue y la irrelevancia, Jorge Mario
Bergoglio asumió el liderazgo de una de las instituciones más antiguas y
complejas del mundo. Lo hizo sin ser favorito, sin representar a los sectores
dominantes del clero y sin encarnar –aparentemente– los atributos que la
sociedad global exige a sus líderes: juventud, audacia performativa, dominio
mediático y vínculos acríticos con el sistema de poder mundial. Su edad,
considerada un déficit, se transmutó en su mayor fortaleza.
Desde el inicio, su pontificado se
erigió como una anomalía. En un ecosistema que arrincona a los viejos en
márgenes institucionalizados –geriátricos, a menudo indignos depósitos
humanos–, la llegada de Francisco funcionó como un hecho disruptivo, una provocación
simbólica y política. En una cultura que fetichiza la juventud como capital y
oculta la vejez como las sobras de la sociedad, Bergoglio introdujo un factor
de desestabilización moral: el valor de la experiencia como factor de cambio.
Pero la irrupción fue, en rigor,
epistemológica. El Papa argentino no llegó para administrar una herencia
doctrinal, sino para redefinirla. En un contexto global signado por la
regresión autoritaria, la desigualdad creciente, la crisis climática y la concentración
del poder, Francisco desechó el silencio diplomático. Optó por intervenir. Y su
intervención fue frontal: denunció la lógica del descarte, apuntó contra la
financiarización de la vida, revalorizó los márgenes y desplazó el centro. Se
fue a Santa Marta desde el primer minuto.
Lo hizo sin aparato, sin alianzas
evidentes y desde una condición que el siglo XXI considera irrelevante: la
vejez. Seguramente no se propuso reivindicar la nostalgia del tiempo perdido;
buscó otra cosa: mostrar que hay en los años acumulados una capacidad de
interpretación que no se enseña en los manuales del liderazgo contemporáneo.
Que hay en la memoria —personal, histórica, teológica— una forma de poder que
no se basa en la coacción, sino en la autoridad del ejemplo. Es una convicción
que resuena con la crudeza existencial de El Eternauta, donde Oesterheld nos
enseña, a través de la supervivencia de Juan Salvo y la sagacidad de Favalli,
que frente al colapso de lo nuevo y lo desconocido, la experiencia acumulada,
"lo viejo" que atesora la resistencia, es a menudo lo único que
verdaderamente funciona y ofrece un camino cuando todo parece perdido.
El Papa se plantó en la escena
internacional con una retórica incómoda para los grandes jugadores del orden
vigente. No por proclamar una alternativa ideológica cerrada, sino por
introducir una tensión moral que interpela incluso a sus aliados circunstanciales.
Francisco defendió a los migrantes, cuestionó las guerras preventivas, abrazó a
las minorías sexuales, promovió una ecología integral y señaló con crudeza la
obscenidad de la riqueza de los supermillonarios que abogan por un mundo sin
regulaciones con la excepción de las que ellos mismos necesitan para garantizar
la supremacía de sus empresas tecnológicas. Francisco también reformó la
Iglesia abriendo sus ventanas para que la luz de la verdad remediara los peores
pecados cometidos por el clero. No fue, desde luego, un progresista en términos
partidarios –felizmente y gracias a Dios–. Fue un disidente en clave
evangélica.
En un mundo que produce odio como
saldo estructural y viraliza la crueldad, su mensaje resultó disonante, pero no
ingenuo. La ternura que propuso no fue sentimentalismo: fue confrontación
ética, crítica a la cosificación del otro. Misericordia y compasión. Una
propuesta política formulada en el lenguaje del amor. Por eso incomodó tanto:
porque en esa clave es imposible que alguien pueda ser cooptado por los
lenguajes del poder corporativo, de los grandes bancos y del tecnofeudalismo.
Francisco, en suma, no fue una
excepción biográfica, sino histórica. No buscó encarnar el ropaje de una
Iglesia para que parezca joven, sino la eterna juventud de Cristo. Y conjugando
ese espíritu con la madurez de su tiempo personal, construyó una figura
inesperada para el siglo XXI: un anciano que, lejos de representar el ocaso de
una institución, funcionó como catalizador de su transformación más profunda.
En tiempos donde todo envejece rápido y nada dura porque todo es descarte, Francisco legó una enseñanza que excedió su rol: la vejez puede ser, también, una forma superior de lucidez. Y que, quizás, el futuro –si es que queremos tener uno– requiera más memoria que novedad, más sabiduría que ansiedad, más Franciscos que algoritmos.
* Vicegobernador de Río Negro
16 junio 2025
Opinion