El psicópata que terminó con la vida de tres jóvenes amigas de Cipolletti

Se cumplen 24 años del primer triple crimen

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Por Ricardo Ragendorfer


El tipo no tenía el aspecto de un condenado a prisión perpetua. Era más bien pequeño, casi frágil, y su cara lampiña irradiaba un aire tardíamente infantil. Al igual que su risita. Con ella remataba todas sus frases, transformándola en un insidioso latiguillo. Hasta ensayó una justificación al respecto:

–Me rio porque soy inocente. Puedo reír porque tengo la conciencia en paz. No así los padres de las chicas asesinadas. Ellos no se pueden reír, ¿sabe? Ni pueden decir que se hizo justicia.

En ese instante la risita se le disolvió para dar paso a una mirada atroz y, con voz filosa, soltó:

–Yo no estaría condenado si me hubiera callado la boca…

Entonces, clavó los ojos sobre una ventana enrejada para proseguir:

–Lo único que se utilizó en mi contra fueron mis propios dichos. Así se llegó a la conclusión de mi culpabilidad. Aunque nadie sabe realmente si yo participé o no en el hecho que se me imputa.

Las palabras de Claudio Kielmasz –vertidas al autor de este artículo a comienzos de 2003 en la Unidad 9 de Neuquén– sonaban algo confusas. Y se referían a un caso que en su momento sacudió al espíritu público: el triple crimen de Cipolletti, ocurrido el 9 de noviembre de 1997.

 

Paseo hacia la muerte

Durante el caluroso atardecer de ese domingo, Verónica Villar fue a la casa de las hermanas María Emilia y Paula González. Las tres irían a un descampado cercano a las vías del tren. Allí solía airearse la gente del lugar durante los días de calor. Nada hizo suponer que esa salida sería un paseo hacia la muerte.

Por la noche, la ausencia de las chicas inquietó a sus padres: Juan Villar y Ulises González no tardaron en hacer la denuncia.

La búsqueda policial no arrojó resultados. La de los vecinos sí, aunque recién en la mañana del martes.

Don Ulises llegó justo cuando un grupo de uniformados acordonaba la zona. Sin ocultar su desesperación, resbaló al abalanzarse sobre una silueta que yacía debajo de unos olivillos. Como pudo, recuperó la vertical. Entonces fue atajado por el comisario Luis Seguel, que le dijo:

–Pare, González. No la haga más difícil. Las pibas están muertas.

Cuatro miembros de la Policía Científica revisaban a otra de las víctimas. Uno de ellos, con una llave en la mano, preguntó:

–¿Esto sirve para algo? ¿Puede tener huellas?

–No. Así como están, no –le contestó un sargento.

–¿Las tiramos? –dijo su interlocutor, antes de arrojarlas.

Sus colegas seguían trabajando sobre los cuerpos. Varios tiros y puntazos habían trazado el final de las chicas.

En tanto, el escenario del crimen se había convertido en una especie de romería: la policía de Rio Negro dejó entrar a familiares, periodistas y simples curiosos. Casi todos los habitantes de Cipolletti peregrinaron hacia aquel sitio. Así se desdibujaron toda clase de huellas, rastros y evidencias. Seguel, quien debía preservar la escena de los crímenes, hizo todo lo contrario. Cabe resaltar que su desprolijidad no fue involuntaria: en los bordes del caso acechaba una confusa constelación de intereses y complicidades. Pero eso aún no se sabía.

La muerte de las chicas enardeció a buena parte de los 85 mil habitantes de la ciudad. Muchos apedrearon la Comisaría 4ª. Justo entonces apareció el mismísimo ministro de Gobierno provincial, Horacio Joulia, con un anuncio que sorprendió a todos: “¡El hecho está esclarecido!”, bramó a la multitud.

Según su versión, una llamada anónima a la sede policial había revelados los nombres de los presuntos asesinos.Era en realidad la segunda fase del encubrimiento.

Sus forzados protagonistas fueron Horacio Huanca y Mario Sepúlveda, dos marginales que vivían en sendas taperas no lejos del lugar de los crímenes. Los fueron a buscar a tiros. Uno fue malherido por varios impactos. Y el otro resultó milagrosamente ileso. Si hubieran muerto, el caso quedaba cerrado. En cautiverio, fueron torturados para forzar una confesión.

En paralelo, trascendía un informe forense que descartaba la hipótesis de la violación. Entonces, el móvil del hecho adquirió rango de enigma. Otro peritaje determinó la participación de por lo menos cuatro asesinos. Huanca y Sepúlveda estuvieron detenidos tres meses.

Durante el atardecer del 6 de diciembre, un gemido entrecortado atravesó la siesta de Susana González, la madre de Paula y María Emilia. Al principio lo atribuyó a una pesadilla. Pero ya despierta, se dio cuenda de que aquel llanto provenía del comedor. Y al asomarse advirtió una presencia esmirriada. Su esposo lucía perplejo. El desconocido alternaba sus lágrimas con expresiones de miedo. Aseguraba haber visto a los asesinos. Y también dijo saber donde habían tirado el arma.

A continuación, fue con don Ulises al lugar. El revólver estaba allí. Se trataba de un Bagual calibre 22.

La conducta del Kielmasz estuvo alimentada por una audacia rayana al desquicio. No solo montó la escena para entregar el revólver sino que también intervino en las marchas por el esclarecimiento del hecho e incluso tomó la palabra en alguna ocasión, además de profundizar un extraño vínculo con los familiares de las víctimas. También se presentó ante la Justicia para declarar como testigo. Pero, luego, lo hizo en calidad de imputado.

Su testimonio, en parte, era veraz: el revólver era el arma utilizada en el triple crimen. Pero un detalle no lo favorecería: en los registros figuraba su propia mamá como propietaria.

Luego amplió su declaración en tres oportunidades y, con el fervor de un dramaturgo, fue variando los hechos y sus protagonistas.

Ya en 2003, desde la Unidad 9, dio su versión final: “Yo necesitaba algo creíble para cobrar los 2.500 pesos de recompensa".

En aquel momento, dos cirujas estaban acusados. Por eso no me pareció una mala idea dejar el arma cerca de donde vivían. Nadie iba a sospechar de mí. Fui ambicioso por querer ganar unos mangos. Solamente quería ese dinero. A mí la justicia me importaba un bledo. Le había borrado la numeración al arma, pero no sabía que era posible hacer un revenido químico. Y me mandé hasta el cuello por irme de boca”.

En mayo de 1998 fue detenido otro de los presuntos implicados. Era Guillermo González Pino. Y las mujeres serían su perdición: una –Nélida Garrido– terminó declarando que él había estado aquel domingo en el lugar del triple crimen; otra –su propia pareja– lo hundió aún más al decir que esa noche llegó manchado de sangre y con la ropa rasgada.

El tipo era un hampón de poca monta. Residía en el barrio Magíster; allí se dedicaba a la compra-venta de vehículos robados, era soplón de la policía y socio de algunos uniformados en una variada gama de asuntos. Esa relación robusteció la hipótesis de una interna entre grupitos mafiosos. En tal contexto, se planeó matar a tres prostitutas vinculadas a uno de los sectores en pugna. Pero los encargados de la faena habrían confundido a las víctimas. Un crimen por error.

El escándalo fue imposible de frenar: la cúpula policial de la provincia fue descabezada y sus integrantes, junto a la patota de Seguel, fueron procesados por asociación ilícita, encubrimiento, apremios ilegales y los exoneraron de la fuerza. Pero lograrían sus reincorporaciones por vía judicial para obtener los retiros y las correspondientes pensiones.

González Pino, que había sido condenado en primera instancia a 18 años de cárcel, salió en libertad en julio de 2005, tras una apelación en la que un tribunal lo benefició por falta de pruebas. Finalmente puso los pies en polvorosa para eludir su captura por otros delitos. En la actualidad no se sabe su paradero.

Kielmasz fue el único condenado por el triple crimen.

En aquella lejana tarde de 2003, se despidió de quien esto escribe no sin un destello de honestidad:

–Sé que parezco siniestro y que no tengo sentimientos. Pero, ¿qué es lo que puedo hacer? Es lo que soy.

Y remató la frase con su risita.

Actualmente cumple su condena en un penal de La Pampa.

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