Por Ricardo Ragendorfer
El tipo no tenía el aspecto de un condenado a prisión
perpetua. Era más bien pequeño, casi frágil, y su cara lampiña irradiaba un
aire tardíamente infantil. Al igual que su risita. Con ella remataba todas sus
frases, transformándola en un insidioso latiguillo. Hasta ensayó una
justificación al respecto:
–Me rio porque soy inocente. Puedo reír porque tengo la
conciencia en paz. No así los padres de las chicas asesinadas. Ellos no se
pueden reír, ¿sabe? Ni pueden decir que se hizo justicia.
En ese instante la risita se le disolvió para dar paso a
una mirada atroz y, con voz filosa, soltó:
–Yo no estaría condenado si me hubiera callado la boca…
Entonces, clavó los ojos sobre una ventana enrejada para
proseguir:
–Lo único que se utilizó en mi contra fueron mis propios
dichos. Así se llegó a la conclusión de mi culpabilidad. Aunque nadie sabe
realmente si yo participé o no en el hecho que se me imputa.
Las palabras de Claudio Kielmasz –vertidas al autor de
este artículo a comienzos de 2003 en la Unidad 9 de Neuquén– sonaban algo
confusas. Y se referían a un caso que en su momento sacudió al espíritu
público: el triple crimen de Cipolletti, ocurrido el 9 de noviembre de 1997.
Paseo hacia la muerte
Durante el caluroso atardecer de ese domingo, Verónica
Villar fue a la casa de las hermanas María Emilia y Paula González. Las tres
irían a un descampado cercano a las vías del tren. Allí solía airearse la gente
del lugar durante los días de calor. Nada hizo suponer que esa salida sería un
paseo hacia la muerte.
Por la noche, la ausencia de las chicas inquietó a sus
padres: Juan Villar y Ulises González no tardaron en hacer la denuncia.
La búsqueda policial no arrojó resultados. La de los
vecinos sí, aunque recién en la mañana del martes.
Don Ulises llegó justo cuando un grupo de uniformados
acordonaba la zona. Sin ocultar su desesperación, resbaló al abalanzarse sobre
una silueta que yacía debajo de unos olivillos. Como pudo, recuperó la
vertical. Entonces fue atajado por el comisario Luis Seguel, que le dijo:
–Pare, González. No la haga más difícil. Las pibas están
muertas.
Cuatro miembros de la Policía Científica revisaban a otra de las víctimas. Uno de ellos, con una llave en la mano, preguntó:
–¿Esto sirve para algo? ¿Puede tener huellas?
–No. Así como están, no –le contestó un sargento.
–¿Las tiramos? –dijo su interlocutor, antes de
arrojarlas.
Sus colegas seguían trabajando sobre los cuerpos. Varios
tiros y puntazos habían trazado el final de las chicas.
En tanto, el escenario del crimen se había convertido en
una especie de romería: la policía de Rio Negro dejó entrar a familiares,
periodistas y simples curiosos. Casi todos los habitantes de Cipolletti
peregrinaron hacia aquel sitio. Así se desdibujaron toda clase de huellas, rastros
y evidencias. Seguel, quien debía preservar la escena de los crímenes, hizo
todo lo contrario. Cabe resaltar que su desprolijidad no fue involuntaria: en
los bordes del caso acechaba una confusa constelación de intereses y
complicidades. Pero eso aún no se sabía.
La muerte de las chicas enardeció a buena parte de los 85
mil habitantes de la ciudad. Muchos apedrearon la Comisaría 4ª. Justo entonces
apareció el mismísimo ministro de Gobierno provincial, Horacio Joulia, con un
anuncio que sorprendió a todos: “¡El hecho está esclarecido!”, bramó a la
multitud.
Según su versión, una llamada anónima a la sede policial
había revelados los nombres de los presuntos asesinos.Era en realidad la
segunda fase del encubrimiento.
Sus forzados protagonistas fueron Horacio Huanca y Mario
Sepúlveda, dos marginales que vivían en sendas taperas no lejos del lugar de
los crímenes. Los fueron a buscar a tiros. Uno fue malherido por varios
impactos. Y el otro resultó milagrosamente ileso. Si hubieran muerto, el caso
quedaba cerrado. En cautiverio, fueron torturados para forzar una confesión.
En paralelo, trascendía un informe forense que descartaba
la hipótesis de la violación. Entonces, el móvil del hecho adquirió rango de
enigma. Otro peritaje determinó la participación de por lo menos cuatro
asesinos. Huanca y Sepúlveda estuvieron detenidos tres meses.
Durante el atardecer del 6 de diciembre, un gemido
entrecortado atravesó la siesta de Susana González, la madre de Paula y María
Emilia. Al principio lo atribuyó a una pesadilla. Pero ya despierta, se dio
cuenda de que aquel llanto provenía del comedor. Y al asomarse advirtió una
presencia esmirriada. Su esposo lucía perplejo. El desconocido alternaba sus
lágrimas con expresiones de miedo. Aseguraba haber visto a los asesinos. Y
también dijo saber donde habían tirado el arma.
A continuación, fue con don Ulises al lugar. El revólver
estaba allí. Se trataba de un Bagual calibre 22.
La conducta del Kielmasz estuvo alimentada por una
audacia rayana al desquicio. No solo montó la escena para entregar el revólver
sino que también intervino en las marchas por el esclarecimiento del hecho e
incluso tomó la palabra en alguna ocasión, además de profundizar un extraño
vínculo con los familiares de las víctimas. También se presentó ante la Justicia
para declarar como testigo. Pero, luego, lo hizo en calidad de imputado.
Su testimonio, en parte, era veraz: el revólver era el
arma utilizada en el triple crimen. Pero un detalle no lo favorecería: en los
registros figuraba su propia mamá como propietaria.
Luego amplió su declaración en tres oportunidades y, con
el fervor de un dramaturgo, fue variando los hechos y sus protagonistas.
Ya en 2003, desde la Unidad 9, dio su versión final: “Yo
necesitaba algo creíble para cobrar los 2.500 pesos de recompensa".
En aquel momento, dos cirujas estaban acusados. Por eso
no me pareció una mala idea dejar el arma cerca de donde vivían. Nadie iba a
sospechar de mí. Fui ambicioso por querer ganar unos mangos. Solamente quería
ese dinero. A mí la justicia me importaba un bledo. Le había borrado la
numeración al arma, pero no sabía que era posible hacer un revenido químico. Y
me mandé hasta el cuello por irme de boca”.
En mayo de 1998 fue detenido otro de los presuntos
implicados. Era Guillermo González Pino. Y las mujeres serían su perdición: una
–Nélida Garrido– terminó declarando que él había estado aquel domingo en el
lugar del triple crimen; otra –su propia pareja– lo hundió aún más al decir que
esa noche llegó manchado de sangre y con la ropa rasgada.
El tipo era un hampón de poca monta. Residía en el barrio
Magíster; allí se dedicaba a la compra-venta de vehículos robados, era soplón
de la policía y socio de algunos uniformados en una variada gama de asuntos.
Esa relación robusteció la hipótesis de una interna entre grupitos mafiosos. En
tal contexto, se planeó matar a tres prostitutas vinculadas a uno de los
sectores en pugna. Pero los encargados de la faena habrían confundido a las
víctimas. Un crimen por error.
El escándalo fue imposible de frenar: la cúpula policial
de la provincia fue descabezada y sus integrantes, junto a la patota de Seguel,
fueron procesados por asociación ilícita, encubrimiento, apremios ilegales y
los exoneraron de la fuerza. Pero lograrían sus reincorporaciones por vía
judicial para obtener los retiros y las correspondientes pensiones.
González Pino, que había sido condenado en primera
instancia a 18 años de cárcel, salió en libertad en julio de 2005, tras una
apelación en la que un tribunal lo benefició por falta de pruebas. Finalmente
puso los pies en polvorosa para eludir su captura por otros delitos. En la
actualidad no se sabe su paradero.
Kielmasz fue el único condenado por el triple crimen.
En aquella lejana tarde de 2003, se despidió de quien
esto escribe no sin un destello de honestidad:
–Sé que parezco siniestro y que no tengo sentimientos.
Pero, ¿qué es lo que puedo hacer? Es lo que soy.
Y remató la frase con su risita.
Actualmente cumple su condena en un penal de La Pampa.
19 noviembre 2024
Policiales