Por Martín Díaz
El domingo se debate el
destino de los argentinos, en una discusión dicotómica y polarizada en la que
dos modelos claros se disputan el porvenir de la nación y el futuro de las
próximas generaciones.
En esta disputa existen dos
propuestas claras y visibles. Por un lado un Estado presente y regulador de la
vida nacional y por otro la reducción al máximo de éste con la presencia de la
mano invisible del mercado.
No voy a referirme al
primero. Y no porque no me interese, al contario. Creo firmemente en la
determinación del Estado como agente rector y regulador de nuestra
cotidianeidad. Voy a centrarme en la segunda propuesta y lo haré desde la
preocupación, desde la más absoluta intranquilidad de imaginar un futuro
librado a la fortuna de cada uno de los habitantes de este suelo.
Es sabido que llegamos a
esta instancia dada la coyuntura política impulsada por los tiempos que corren
y los sentimientos colectivos de desazón. Pero está claro que se juegan dos
modelos. Hoy la organización política constituida por un conjunto de
instituciones burocráticas estables se enfrenta a la nada, al vacío, la
desidia, al “sálvese quien pueda”. Insisto, dada la coyuntura es entendible
esta disyuntiva. Pero en la más profunda reflexión de cada uno de nosotros
sabemos claramente que la desregulación de todo traerá aparejado más problemas
de los que hoy existen.
Y si bien me preocupa esta
situación, me intranquiliza más la postura de los líderes de La Libertad
Avanza, que como restricción de derechos conquistados y contemplados por ese
Estado proponen, por ejemplo: la derogación del aborto, la anulación del
matrimonio igualitario proponiendo la unión civil entre homosexuales, que el
centro clandestino ex ESMA (Patrimonio Histórico de la Humanidad, declarado por
la UNESCO) “sea abierto y disfrutado por todos los argentinos” como si se
tratara de Disney World, la venta libre
de Armas, la venta de órganos, romper relaciones con China y Brasil porque sus
presidentes son comunistas, la negación del cambio climático, la propuesta de
privatizar la salud y la educación pública, la reivindicación (usando palabras
de Emilio Massera) de la última dictadura militar, la reivindicación de
Margaret Tatcher (quien no solo hundió el Gral. Belgrano, sino que también
afirmó en vida que lo volvería hacer), la privatización de los clubes de fútbol
a través de sociedades anónimas deportivas, la venta de YPF y Vaca Muerta, el renunciamiento a la paternidad, la
reivindicación de Carlos Pampillón (un militante Nazi denunciado por la DAIA),
la defensa de Jorge Rafael Videla y el voto en contra de la ley de cardiopatías
congénitas.
Un candidato como Milei que
desea cerrar el Banco Central en venganza por haber sido rechazado por aquella
entidad dado su “bajo desempeño profesional” constituye un riesgo en sí mismo.
Más allá de los dislates personales sobre sus aclaraciones públicas, como por
ejemplo que no tiene sexo con su hermana o que no habla con sus perros muertos.
Estas aclaraciones solo constituyen
algunos peldaños de una escalera desquiciada que solo conduce a la locura. Una
locura que no merecemos los argentinos.
Solo quedan dudas a la hora
de proyectar a Milei en un cargo de tanta responsabilidad como es la
presidencia de la nación. Dudas porque habla del sector privado sin haber
pagado en su vida un solo sueldo, dudas porque dice escuchar murmullos en un
estudio de televisión vacío, dudas porque dice querer cuidar a los argentinos
con una motosierra en la mano, dudas porque aborrece a la ciencia y quiere
eliminar el CONICET, dudas…
Un candidato que se excusa
por su pésimo discurso en un debate público, aduciendo que gente del auditorio
tosía y esto lo desconcentraba, solo hace que anhelemos a un presidente como
Alfonsín, que el 13 de agosto de 1988 ante una Sociedad Rural colmada, que no
solo lo tosió, sino que lo abucheó, silbó, gritó y apretó, y a pesar de ello dio
uno de sus más grandes discursos en defensa de la democracia.
16 noviembre 2024
Opinion