Por Mario Sabbatella*
Quiero decir algo desde el principio, con total claridad: soy agnóstico. No practico ninguna religión. Pero aun así —o quizá justamente por eso— creo profundamente en el respeto por lo que cada persona siente y cree.
Porque las creencias no son un adorno:
son consuelo, son memoria, son historia, son afecto, son identidad.
Son el abrazo invisible que mucha gente necesita para seguir adelante.
Por eso lo que está pasando con las destrucciones de ermitas, vírgenes, santos, cruces y hasta altares populares como los del Gauchito Gil no es una pavada ni una travesura:
es un acto de violencia, un acto totalitario.
Es creerse dueño de la verdad y querer imponerla a fuerza de romper lo que al otro le da sentido.
Y eso, en cualquier sociedad que quiera llamarse democrática, es inaceptable.
Nadie —repito: nadie— tiene derecho a destruir símbolos que representan la fe, la esperanza o la memoria de miles de personas.
No importa si son católicos, evangélicos, devociones populares, santos, vírgenes o simples monolitos hechos por vecinos del barrio.
Todo merece respeto.
Lo que está sucediendo en Viedma y Patagones ya no son hechos aislados. Es algo sistemático, repetido, con un patrón claro.
No se está dañando “una piedra” o “una imagen”:
se está dañando el sentimiento de gente de carne y hueso.
Y eso duele.
No es cuestión de creer o no creer.
Es cuestión de humanidad.
Ojalá quienes están detrás de esto paren, reflexionen, y entiendan de una vez que una sociedad se construye con respeto, no con odio.
Que la libertad del otro no te quita nada.
Y que romper un símbolo de fe, cualquiera sea, es lastimar el alma de alguien que no te hizo nada.
*Presidente PAR Viedma

1 diciembre 2025
Opinion