En memoria de Alberto “Nito” Fritz, el gran escritor y amigo

Por Claudio García

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A pesar de ser alguien que vive de la palabra, cuesta sentarme y escribir algo sobre Nito, no por el peso de su muerte, la muerte de un amigo, no porque me resigne a la niñería psicológica de que hay que transitar primero el  duelo o que crea que un corazón agobiado por la pérdida es reticente a la expresión escrita o verbal, sino porque realmente no creo que tenga algo que decir. Lo pensaba ayer en su despedida, rodeado de aquellas y aquellos que han sido sus afectos y amores. ¿Hay algo que decir? Este último tiempo, con la pandemia y la postpandemia, tantas personas queridas y apreciadas también murieron, y hay otras y otros que andan en duras peleas con la rebelión de la salud de sus cuerpos.

Nito además no sólo murió, transitó por meses una especie de duro purgatorio entre sus primeros dos accidentes cerebrovasculares –tengo que decirlo, un segundo del que fue  víctima por negligencia del sistema tanto público como privado de salud- y el momento en que finalmente se pudo liberar de esas cadenas y partir. Por eso me preguntaba ayer ¿hay algo que decir? Esas pérdidas y esos dolores tienen una quintaesencia que convierten en pueril toda retórica. Pero también Nito no necesita palabras, hay una autosuficiencia pura de palabras en su inmensa obra poética. Me preguntaba y me respondía que aún cuando nos encontrábamos alrededor de sus cenizas Nito sigue siendo un cuerpo que aún respira, respira allí en la altura de sus poemas, de sus versos, que nada tienen que envidiar de tantos otros grandes poetas que admiramos del país y del mundo.

Fuimos privilegiados al tener aquí cerquita un poeta de ese nivel. ¿Quieren palabras? Vayan y léanlo, hay mucho. Pensaba ayer además que la muerte es tan absoluta que muchas personas sensibles necesariamente deben presentir su proximidad. ¿La presintió Nito? ¿Por qué sino esa cantidad de libros que editó en los últimos años, cuatro o cinco al hilo? ¡Y vaya qué libros! “Lo que queda del alba”, “Ahí detrás” y “Vienen de las islas”, por nombrar tres, son para mí, como “Para los árboles”, “Pan” y “Un mañana” de Spinetta, ese puñado de últimas obras de su discografía  que dejó antes de partir que condensan el máximo nivel artístico que el artista podía deplegar, aún cuando uno y otro ya había dejado trabajos anteriores que más que los justificaban en su paso por la vida. Como las estrellas que al colapsar crean ese máximo brillo de la supernova. Y Nito dejó dos libros más seleccionados y premiados para editar, mucha obra inédita y estaba embarcado con entusiasmo en distintos proyectos.

Recuerdo que en el último verano antes de su viaje con Miguelina, su gran compañera, a la Zona Andina me pedía libros de Juan José Saer y Manuel Puig porque estaba embarcado en no sé qué proyecto de reflexión sobre esos autores. Y yo le decía que se dejara de joder, que el verano es para relajarse y disfrutar de cuestiones más vulgares y necesarias que los libros. Yo ya estoy en una edad donde a veces me fatiga la lectura, el sondear con profundidad un libro, la escritura. Y él, con la misma edad, lejos de parar, acrecentaba esa pasión por la palabra y el pensamiento.

¿Presentía quizás que no le quedaba tanto tiempo? ¿Él, justamente él, que era el más sano de todos, que parecía mucho más joven de lo que era, y que ni siquiera bebía, lo que considerábamos, como cofradía cercana, un pecado inadmisible? Casualmente, en el prólogo que escribí de “Lo que queda del alba”, mencionaba en una parte que el poeta había utilizado la palabra “relámpago” en varios poemas. Nito después me confesó que no se había dado cuenta de ese uso recurrente.  Cuando pensaba que quizás Nito había sentido que no tenía tiempo que perder y que por eso debía abusar de las palabras como un fanático, recordé lo del relámpago y lo que había escrito: Pocas cosas tienen la fugacidad del relámpago. El poeta utiliza esa palabra en varios poemas. Acoge su fulgor y lo vuelca como metáfora. Así se suceden: “Y un niño y su lengua hipnotizada:/allí fue el relámpago”;  “…el silencio es pacto y tesoro,/y los que van a morir/-relámpagos de la carne- así lo entienden”; “…me veo llevado a esta reducción/de relámpago del lenguaje”; “Este rostro,/una y otra vez guarnecido en su disfraz:/reconoce las palabras,/el tablero donde éstas se vuelven relámpagos,/pero ya no hay asombro”. El relámpago es como un flash de una cámara fotográfica. Con ésta, el ojo descubre un instante que necesita retratar.

El poeta utiliza el lenguaje para revelar el hecho poético. Pareciera que el hecho poético es el relámpago. Como un relámpago también, dicen los creyentes, llega la ira de Dios, entre nubes, para que todos la vean. Shakespeare denomina también “el último relámpago” al momento en que algunos hombres al borde de la muerte se sienten felices. Hay cierto hilván con esto cuando el poeta habla de los que van a morir como “relámpagos de la carne”. Sin embargo la carne perece y el hecho poético, por obra de la palabra escrita, no, o por lo menos permanece más allá del tiempo mortal. ¿Relámpago entonces como fulgor de la ausencia? Quizás sí, sólo lo capturan algunos poetas y aquellos próximos a morir.

En fin, no había nada que decir pero dije. Nito se fue pero su cuerpo respira en sus libros. Sólo hay que ir al encuentro de sus palabras que ellas no los abandonarán.

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