Impagable, majestad

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Leonardo Moledo en una medulosa nota sobre la caída del viejo régimen escribía que “la distribución de la riqueza en Francia no solamente era injusta sino irritante; el peso de los impuestos caía exclusivamente sobre la población en general, la burguesía y el campesinado, mientras que la clase dirigente estaba exenta de ellos. Al mismo tiempo esa misma clase dirigente llevaba en Versalles un tren de vida rumboso que pesaba por cierto sobre el erario del presupuesto, aunque los mismos beneficiarios se encargaban de que pareciera que fuera el factor decisivo del déficit fiscal. La corrupción entre la dirigencia tampoco era la causa de la bancarrota general, pero se la ostentaba imprudentemente y cada tanto los escándalos cortesanos que en cierta forma la corte publicitaba alimentaban la maquinaria del odio”.

Y analizando la situación Moledo agrega que “lo que impresiona cuando se recorren las jornadas de la Revolución Francesa es la increíble miopía y el estúpido empecinamiento de la clase dirigente: no oían, no veían y, desde ya, no olfateaban nada, mientras se dirigían hacia el desastre y arrastraban a Francia con ellos. Permitían que los jueces corruptos les garantizaran los juicios y los privilegios, y derrochaban delante de la nariz de los que carecían de todo; jugaban con harina mientras el país pasaba hambre y se lo hacía saber; imponían privaciones y trabajos de los que ellos mismos eran inmunes; duplicaban los gastos de sus fiestas y se encargaban de que todos se enteraran”. Y es que desde hacía tiempo ya, la clase dirigente había perdido todo contacto con la ilación y el país real. Ya no representaban a nadie, ya no simbolizaban nada, ya no decidían nada, ya no cumplían ninguna función, real o simbólica, ya eran incapaces de tomar ninguna decisión que sacara a la nación del atolladero y, lo que era peor para ellos, la nación se daba cuenta, aunque ellos, desde luego, no. Encerrados en sus carrozas y sus fiestas, abroquelados en sí mismos, ni siquiera supieron defender sus propios intereses de clases. Tampoco bastaron los primeros hechos de violencia para entender lo que pasaba. Y –termina diciendo Moledo- que es difícil comprender por qué razón surgen aquí y ahora, este tipo de asociaciones, petulantes y arbitrarias como cualquier asociación histórica, mientras se ve el cuerpo del país devorado por ejércitos de bacterias y no se sabe si los movimientos que aparecen son la señal de algo nuevo, o simplemente esas contracciones musculares provocadas por el calor que hacen, a veces, que un cadáver se agite en el cajón dando la última apariencia de vida”.

A menudo pareciera que algunos hechos que han marcado la historia de la humanidad y de los países son recurrentes.

Estos días de sobresaltos y de protestas sociales en las calles de nuestra Argentina y los aumentos concedidos a las fuerzas de seguridad (nadie los cuestiona) se van convirtiendo en el disparador de los reclamos de todos los gremios y demás agrupaciones que quieren para sí también estas reivindicaciones.

El problema que se presenta es muy crudo y solo basta hacerse una pregunta: ¿Cómo se hará para poder pagar? ¿De dónde saldrán los recursos?

Sería bueno finalizar con una anécdota por demás conocida pero que nos ha dejado una enseñanza que nuestros dirigentes debieran aprender. “El infeliz Terray, a quién el rey preguntaba  cómo encontraba las fiestas de Versalles, respondía “¡Ah, Majestad! ¡Impagables!”.

La palabra quedó así incorporada como sinónimo de fastuoso, grandioso; pero en realidad el ministro se estaba refiriendo en sentido literal a que la fiesta del estado ya no se podía pagar, porque la marmita estaba volcada y el jubón agujereado”.

¿Estaremos los argentinos en este fin de año preparados para obrar con prudencia y esperar como decía Macedonio Fernández “sin impaciencia los días felices”?

El tiempo lo dirá.

Jorge Castañeda

Escritor - Valcheta

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