A pocos kilómetros de distancia, en el denominado “Parque de Flamengo”, se desarrollaba en forma paralela a la Cumbre Oficial la denominada “Cumbre de los Pueblos”, que con la presencia de más de 60 mil militantes de organizaciones sociales, ambientales y de derechos humanos provenientes de todo el mundo y con la asistencia de importantes especialistas (muchos de los cuales participaban también del evento oficial), nos propusimos dar el correspondiente tratamiento a los mismos temas, pero con un criterio mucho más crítico que la primera e interpelando las decisiones que iba adoptando la Cumbre Oficial a puertas cerradas desde “Barra de Tijuca”.
Desde la Cumbre de los Pueblos o “Cúpula dos Povos”, se fueron desentrañando uno a uno los temas que debían cambiar verdaderamente la suerte ambiental de nuestro planeta y de todos sus habitantes, pero la problemática que más ha despertado la atención y generado la denuncia pública ha sido, sin lugar a dudas, la puesta en marcha de la denominada “Economía Verde” que viene pretendiendo imponerse desde los países centrales.
La llamada “Economía Verde” es hoy considerada como una más de las expresiones de la actual fase financiera del capitalismo que propone utilizar viejos y nuevos mecanismos, tales como la difusión de los sistemas crediticios, el estímulo excesivo al consumo, la aprobación de las nuevas tecnologías para hacer “sostenibles” los mismos sistemas productivos, los mercados de los bonos de carbono y la biodiversidad, entre otros.
Mediante la premisa de que el mundo sólo puede “salvar” a la naturaleza con la mercantilización de sus capacidades de dar vida, la “Economía Verde” promete erradicar la pobreza, pero en realidad solo trata de dar continuidad a una economía global basada en los combustibles fósiles, en la explotación de la naturaleza a través de las industrias extractivas tales como la minería, la agricultura intensiva de mono-cultivos, la explotación maderera, las megarepresas hidroeléctricas, la exploración y extracción petrolera y gasífera, convencional y no convencional, la producción de agrocombustibles y otras falsas soluciones al cambio climático.
Uno de los borradores de Declaración para la Cumbre Oficial proponía crear “un compromiso de la “comunidad financiera” (que estaría sustituyendo así a la “comunidad internacional”) para reconocer y reafirmar la importancia del “capital natural” en el mantenimiento de una economía global sostenible”. Según declaraciones de los impulsores de esta Declaración se pretende “hacer entender que "activos" como el agua, el aire, el suelo y los bosques son un "capital fundamental" y advertir cómo esos recursos afectan los negocios de las empresas”… “De la misma forma que un inversionista quiere preservar su patrimonio y vivir de la ganancia que le genera, el desafío es ahora no depredar recursos naturales para obtener un beneficio…”.
Estamos asistiendo así a una profundización demencial del paradigma capitalista que ha desplazado el concepto de “sustentabilidad” para usarlo en el campo de las finanzas (ahora se habla de “sostenibilidad”), disfrazando su afán de lucro con el argumento de incorporar las externalidades ambientales. Es decir, conforme el planteo de estos sectores casi todo lo que existe en el mundo constituye un servicio o es una mercancía, todo será considerado una inversión, todo cuenta como dinero.
Como bien lo reflejó la Declaración “KARI - OCA” de los Pueblos Indígenas, surgida en el marco de esta Cumbre de los Pueblos: “La Economía Verde es nada menos que capitalismo de la naturaleza; un esfuerzo perverso de las grandes empresas, las industrias extractivas y los gobiernos para convertir en dinero toda la Creación mediante la privatización, mercantilización y venta de lo Sagrado y todas las formas de vida, así como el cielo, incluyendo el aire que respiramos, el agua que bebemos y todos los genes, plantas, semillas criollas, árboles, animales, peces, diversidad biológica y cultural, ecosistemas y conocimientos tradicionales que hacen posible y disfrutable la vida sobre la tierra”.
Acabamos de asistir a un evento que, por su naturaleza, podría haber constituido una verdadera esperanza de la población mundial para que muchos paradigmas del sistema productivo mundial pudieran cambiar significativamente en esta particularísima relación que sostiene el ser humano para con su entorno natural, pudiendo darse una oportunidad, al menos, a la suerte de nuestro alicaído y desgastado planeta. Sin embargo, observamos una vez más cómo los gobiernos de las principales potencias pretendieron dar continuidad a sus políticas proponiendo indemnizar mediante grandes sumas de dinero los daños ambientales e irreparables que implica la reproducción del sistema de libre mercado, el desenfreno del extractivismo, la utilización indiscriminada de agrotóxicos o la emisión del gases carbono, aumentando el agujero de ozono en forma inexorable desde los casquetes polares.
Efectivamente, la enorme puesta en escena que significó reunir a tantos presidentes en el mismo sitio en que se celebraba el antecedente más directo del evento, ECO Río 92, no se tradujo en el arribo de importantes Convenios Multilaterales que realmente propusieran cambiar significativamente las cosas. Cuando en 1992 se hizo la Declaración de Río y se estableció la Agenda XXI fue con la finalidad de enfrentar la ya entonces preocupante devastación ambiental, las inequidades sociales y la pobreza.
Hoy, en cambio, no se adoptaron planes de acción conjunta entre estados, ni se propusieron fuentes de financiamiento efectivos para combatir las causas del cambio climático, ni se generaron instrumentos como la otrora “Agenda XXI”, la Convención sobre Biodiversidad, la Convención sobre Desertificación y la Convención sobre Cambio Climático, todas ellas nacidas en el seno de ECO Río 92; ni se propuso la creación de alguna Secretaría Internacional que pudiera disponerse para un seguimiento serio de la problemática.
Terminó siendo el mismo Ban Ki Moon, Secretario General de Naciones Unidas, quien llegó a decir: "Nuestros esfuerzos no han estado a la altura de la medida del desafío. La naturaleza no negocia con los seres humanos". Si el más alto funcionario de Naciones Unidas realiza la citada afirmación es porque podemos decir, sin temor a equivocarnos, que la Cumbre ha constituido un absoluto fracaso.
La Declaración oficial de la Cumbre de Río + 20, expresada en un documento de casi 60 páginas a la que se denominó “El futuro que queremos”, menciona una serie de expresiones de deseos, no vinculantes en absoluto, que derivan en el desarrollo de un discurso correcto políticamente, también denominado “discurso verde”, que hoy esgrimen muchos de los jefes de estado a fin de proponer la erradicación de la pobreza y de las desigualdades sociales, la protección de los recursos naturales, el respeto por las identidades de los pueblos indígenas y los principios para un desarrollo sostenible. Todos ellos muy correctos, sin embargo, a lo largo de todo el documento subyace la verdadera propuesta derivada de esta Cumbre: continuemos con nuestros sistemas de producción desenfrenados, mantengamos nuestros sistemas de consumo a rajatabla e instalemos la “Economía Verde” como un paliativo para postergar, siquiera por un par de décadas, la inexorable destrucción del planeta a la que nos estamos encaminando.
La “Cumbre de los Pueblos”, por su parte, combinó los esfuerzos de muchos miles de militantes ambientales y de derechos humanos de todo el mundo para proponer los verdaderos cambios que debieran operarse en el planeta, llegando a identificar como principal causa de degradación del mismo al propio sistema productivo instalado por el capitalismo, razón por la cual se realizó una particular salvaguarda de los modos de producción tradicional que permitieron conservar debidamente los ecosistemas.
Se hizo particular hincapié en la denuncia hacia los países industrializados y las grandes corporaciones que vienen promoviendo a toda costa el extractivismo minero a gran escala para la obtención de minerales requeridos por el sistema financiero internacional, tales como el oro y la plata, y la proliferación de los agrotóxicos que, con el fin de aumentar los rendimientos en las zonas rurales, generan enormes violaciones a los derechos humanos de los campesinos y comunidades indígenas a lo largo de todo el mundo, quienes se ven forzados a padecer migraciones masivas para defender su vida por los desmontes, las fumigaciones y el corrimiento incesante de la frontera agrícola.
A través de una Declaración conjunta, a la que llamativamente denominamos “El futuro que no queremos”, desde la Cumbre de los Pueblos rechazamos con dureza los términos de la Declaración Oficial de Río + 20, en virtud de que la misma sólo representó un acuerdo de cúpulas gubernamentales que en nada pretendieron generar el verdadero cambio de paradigmas y realidades que hoy exige el planeta. Desde este espacio alternativo propusimos como valores inalienables para el cambio a la sostenibilidad, con todas las letras, de las políticas de desarrollo estatales, al respeto irrestricto que deben observar los gobiernos por los derechos humanos y a la instalación de una democracia participativa, mediante la aplicación de mecanismos más horizontales, en contraposición con la tradicional democracia representativa que la mayoría de los sistemas constitucionales aún sostienen.
Frente al paradigma del consumo ilimitado instalado por el sistema imperante, propusimos desde la Cumbre de los Pueblos restablecer los valores del denominado “buen vivir”, sostenido tradicionalmente por los pueblos indígenas y comunidades campesinas y urbanas de todo el mundo, donde la valoración es realizada en función de la verdadera calidad de vida que se traduce en vivir conforme la propia naturaleza y las formas tradicionales de producción, así como en desarrollar las prácticas que se asocian a las mismas.
Respecto de la denominada “Economía Verde”, desde la Cumbre de los Pueblos decidimos rechazarla unánimemente por entender que, a través de la misma, los estados y grandes corporaciones se limitan a reproducir aún más el sistema capitalista, pretendiendo un supuesto “desarrollo” de ciertas líneas de producción en pos de la sustentabilidad a través de la misma lógica que llevó al planeta a ésta situación crítica en que hoy nos encontramos. En definitiva, la economía verde no es más que una instrumentación financiera que permite la compraventa de los bienes comunes como productos del mercado, a la vez que constituye la maquinaria que pretende incorporar a la naturaleza en la fórmula para asegurar la “sostenibilidad de la economía global.
La mercantilización de la naturaleza que propone la “Economía Verde” constituye una nueva expresión de la economía depredadora hasta ahora vigente. Defender los recursos naturales como bienes comunes de toda la sociedad será la única manera de evitar la apropiación y la mercantilización de los mismos y de proponer un mejor futuro para el planeta.
22 octubre 2019
Interés General